(Diario El Mundo, junio 2 de 2016)
La Revista Dinero publicó recientemente un artículo titulado
“Ventas ambulantes: ¿Demasiado buenas para dejarlas?”. Con un trabajo de campo
relativamente sencillo en la ciudad de Bogotá, concluye el artículo que las
ventas diarias están entre los cien mil y los doscientos mil pesos, es decir
unos dos millones mensuales, y que este negocio deja una rentabilidad de 69%
aproximadamente. Los riesgos, también resaltados por el mismo artículo, son
altos: perder la mercancía, largas horas de trabajo, y estar al sol y al agua.
Una encuesta a 527 vendedores ambulantes del centro de Cali
realizada en 2014, en un ejercicio más riguroso que el hecho por la revista
Dinero por estudiantes de Maestría en Gobierno y del Observatorio POLIS de la
Universidad Icesi, encontró resultados similares. El Ingreso mensual del
vendedor promedio es de un millón de pesos fruto del trabajo de 6.5 días a la
semana por 11 horas diarias; un 69% está en el régimen subsidiado de salud; un
31% tiene casa propia; y el 56% tiene educación primaria. La mayoría declara
que su ocupación provee los recursos suficientes para cubrir sus necesidades
básicas y el 93% no vendería su negocio.
Estos dos trabajos coinciden en afirmar que las ventas
ambulantes no son un mal negocio. Especialmente cuando se tiene en cuenta que
no hay pago de impuestos y que muchos reciben subsidios del gobierno por ser
parte del SISBEN. Ninguno de los trabajos toca otro tema delicado, cuántos de
estos negocios son parte de una maquinaria de lavado de activos y de mafias
mucho más grandes usadas para actos ilícitos.
Lo que nos enseñan estos datos es que las ventas y los
vendedores informales no pueden verse con ojos ingenuos, o juzgarse por lo que
se ve a simple vista. Es lo que podríamos llamar el mito de la informalidad. Esta
población tiene incentivos muy fuertes a no formalizarse individualmente, a
evadir impuestos, a seguir usurpando un espacio público que no les pertenece.
La solución no es fácil ni evidente, de hecho, la mayoría de las soluciones han fracasado. Basta con ir a los centros de cualquier ciudad colombiana. Lo que muestran estos estudios es que la política pública debe partir de una concepción diferente, con excepciones por supuesto, no estamos hablando de “pobres viejecitas sin nadita de comer” sino de individuos perfectamente racionales que rechazan un trabajo formal, están consiente o inconscientemente vinculados a actividades ilícitas y que están fuertemente subsidiados por los demás ciudadanos.