domingo, 7 de septiembre de 2014

Droguerías y farmaceutas

(El Mundo, Septiembre 11 2014)

Bien parece que lo que define un barrio en Colombia son: la tienda, la panadería, y la droguería. Pero, como dice la canción infantil “una de estas cosas no es como las otras, es diferente de todas las demás”. ¿Adivina cuál? Por supuesto es la droguería. A diferencia de los bienes de venta masiva, el consumo de medicinas debe ser supervisado por un profesional independiente. La razón más evidente tiene que ver con la dosis y con los efectos adversos. En efecto, una medicina en una dosis baja no hace efecto y en una dosis alta puede traer riesgos para la salud.

La razón menos evidente tiene que ver con la interacción de una medicina con otra. Hay medicinas que tomadas con otras medicinas pueden tener consecuencias no deseables, una es diluir el efecto esperado, la otra es aumentar los efectos adversos sobre el cuerpo. Es por esta razón que las medicinas de venta al público se dividen en dos grandes grupos, las que presentan muy bajos riesgos y pueden venderse sin formula médica; y las que presentan riesgos y por ende deben ser supervisadas por un profesional de la salud y vendidas de manera controlada. Qué medicina cae en qué categoría es decisión de una entidad gubernamental.

En el mundo desarrollado, existe una estricta regulación a la venta de medicamentos del segundo grupo. En los Estados Unidos, por ley, en cada droguería debe haber un profesional en farmacia, cuya formación en aulas de educación superior es de ocho años en promedio. De hecho el título de farmaceuta es un grado académico de doctorado. Estos profesionales estudian química, física, biología, anatomía y fisiología. Adicionalmente, deben rotar, a la misma manera de los médicos, por diferentes hospitales y laboratorios farmacéuticos. Es por esta razón que en ese país no hay una droguería en cada barrio. Para el ciudadano de a pie, esto garantiza más información en el punto de dispensación y más barreras de seguridad, pues son dos profesionales (el médico tratante y el farmaceuta) los que deben estudiar la interacción de las medicinas y discutirla con el paciente. Dos datos más: los farmaceutas no pueden formular, y pueden ser severamente castigados por un mínimo error.

En nada se parece este escenario al colombiano, donde no solo reina la informalidad en el punto de venta sino la desinformación y la sed de ganancias. El señor de la droguería de la esquina, como cualquier dueño de tienda de barrio, vestido con su bata blanca tiene un claro incentivo económico a vender y mover producto.

Durante muchos años el mundo de las medicinas y las droguerías ha estado desregulado en el país, y ni hablar de los productos y pseudo productos naturistas. La verdad, no hemos cuantificado el efecto en salud pública e individual de esta medicalización innecesaria gracias a la droguería del barrio. Urge una mirada con lupa y una más estricta regulación a este que si merece ser llamado “el negocio de la salud”.

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