viernes, 23 de julio de 2010

Después del mundial

(La Patria, Julio 26 de 2010; El Mundo, Julio 27 de 2010)

Termino el mundial de futbol 2010 en Suráfrica, y de acuerdo con cifras oficiales de la FIFA 3.2 millones de aficionados asistieron a los estadios. Esta es probablemente la única cifra oficial que se conocerá. No solamente es muy difícil cuantificar los ingresos y egresos derivados de un mundial, sino también es probable que no sea una buena estrategia política el revelarlos.

Algunos diarios internacionales, como el periódico Sun de Toronto, especulan que los costos se encuentran alrededor de los seis billones de dólares y los ingresos alrededor de los cinco billones. Otros estimativos publicados por el diario el Heraldo de Nueva Zelanda hablan de costos entre los ocho y los once billones de dólares, lo que, según este mismo diario, representa el cinco por ciento del PIB de Suráfrica.

La pregunta por el verdadero impacto económico de este tipo de mega eventos ha dado pie a una línea de investigación llamada “Economía de los deportes”. La pregunta central de los estudiosos del tema es: deben los gobiernos locales y nacionales subsidiar o financiar totalmente la construcción de estadios con las especificaciones necesarias para alojar mega eventos?. A primera vista, realizar un mundial suena como un sueño publicitario hecho realidad. Los beneficios suenan incuantificables, en particular para la cadena de industrias de servicios turísticos y la cadena de industrias de obras civiles.

Los estudiosos del tema no creen en tanta belleza. De hecho, y de manera casi inaudita, de acuerdo con una encuesta hecha a economistas norteamericanos especializados en el tema en 2005, casi el noventa por ciento de los mismos estuvo muy de acuerdo o de acuerdo con acabar con los subsidios a los mega eventos deportivos existentes en este país.

La teoría económica sugiere que los gobiernos deben invertir solo en aquellas actividades que son deseables socialmente y que por circunstancias locales ningún inversionista privado se encuentra dispuesto a asumir. De lo contrario, el gobierno, o más precisamente los contribuyentes actuales y futuros, caerían en la antigua trampa de subsidiar a los empresarios del entretenimiento y a uno que otro organismo internacional.

Los beneficios de los mega eventos dependen de lo que podría llamarse el multiplicador del turismo internacional. Desafortunadamente, este multiplicador es muy frágil. Una mala pasada del destino lo puede echar por tierra en segundos.

Por ahora el gran ganador es España. Mientras tanto los contribuyentes surafricanos quedaron con un desbalance fiscal proyectado para 2009/2010 en -7.9% del PIB. Esto, vale la pena aclarar, no solo fruto de la expansión del gasto público por el mundial sino por la recesión económica internacional.

martes, 6 de julio de 2010

Lecciones de moda

(El Mundo, Julio 8 de 2010; La Patria, Julio 12 de 2010)

Algunos principios económicos son a veces invocados de manera casi religiosa para justificar acciones de política. Pero al igual que muchos principios religiosos, en ocasiones, creer en ellos es un acto de fe. La evidencia esta en el papel y en una muy juiciosa argumentación teórica, pero la realidad, a veces, simplemente no se corresponde. Peor aún, a la mejor manera de ciertos dogmas, aquellos que no los crean o sigan, deben atenerse a consecuencias devastadoras.

Un buen ejemplo de esto, y tema de esta columna, es el principio según el cual sin una meticulosa protección a la propiedad intelectual, no existen incentivos a la innovación, y por lo tanto es todavía más ingenuo creer que una buena industria pueda florecer. La verdad es que las cosas son más complejas, como lo argumenta una línea de investigación muy interesante liderada por la investigadora Johanna Blakley, subdirectora del instituto Norman Lear de la Universidad de Southern California.

Blakley estudia la industria de la moda y su impacto y lecciones para la sociedad. En la industria de la moda por ejemplo existe mínima protección a la propiedad intelectual, los diseñadores solo pueden proteger legalmente su marca, es decir, su logo y su nombre. Y en ocasiones también pueden patentar elementos bidimensionales, por ejemplo, un cierto diseño de un patrón en una tela, pero jamás podrían hacerlo en artículos tridimensionales.

La razón que justifica esta imposibilidad legal es muy sencilla: los elementos de vestir son demasiado utilitarios como para calificar por protección legal. El costo de una camisa seria prohibido si por cada camisa un fabricante tuviera que pagar derechos a los inventores de los cuellos, las mangas, los puños, etc. Y se podría llegar a aberraciones tales como encarcelar a una mama por coserle una camisa a su hija.

Lo más interesante, argumenta Blakley, es que esta circunstancia, en lugar de haber hundido a la industria de la moda, la llevo a convertirse en un negocio multimillonario, donde la innovación es permanente, donde el proceso creativo está abierto a todo el mundo, y donde el mejoramiento es constante.

Este proceso ha permitido además que existan dos industrias que se retroalimentan permanentemente. La alta costura o las grandes casas con objetos que son considerados arte y con un mercado dispuesto a pagar exorbitantes precios. Y otra que viste al resto de los seres humanos a precios razonables y con alta variedad en diseño y calidad.

Todo esto es el resultado de una industria basada en la cultura de la copia y no de la protección. Es posible que este principio no sea aplicable a toda industria, pero también es cierto que el principio de la excesiva protección a la propiedad intelectual y sus supuestos efectos positivos en innovación es defectuoso. La mejor política esta seguramente en un sano punto medio.