martes, 23 de septiembre de 2014

Es hora de individualizar


En una revista de circulación nacional que salió este mes se publicó un artículo titulado “Los taxistas no son hijue….s”. El titular es la respuesta a la pregunta “Por qué son tan hijue..s los taxistas?” que le hace la periodista al llamado zar de los taxistas en Bogotá. La semana pasada un periodista peruano tildó a Medellín de ser “el burdel más grande del mundo”. Salta a la vista un pecado que todos cometemos y que es una poderosa arma de destrucción masiva: la generalización. 

El cerebro humano necesita de atajos mentales para poder resolver las tantas tareas que tiene todos los días, sin detenerse a analizar cada una. Ejemplos de estas generalizaciones pueden ser: todo objeto caliente quema la piel, todo objeto a alta velocidad puede hacer daño, etc. En estos casos la generalización es buena y nos permite reaccionar rápido y a tiempo. No obstante, cuando estas reglas pasan a otros planos las consecuencias pueden ser increíblemente dañinas.

En términos científicos la generalización es un error del cerebro al confundir dos probabilidades. Un ejemplo ilustra mejor el problema. Digamos que en una ciudad se cometen 100 asesinatos al mes, que cada uno es cometido por una persona distinta y que de ellos 95 los cometen jóvenes de menos de 18 años. Supongamos además que en esta misma ciudad de 3 millones de habitantes hay 500,000 jóvenes.  Es claro que la probabilidad de ser joven y cometer un asesinato es extremadamente baja, y que la probabilidad de que un asesinato sea cometido por una persona joven es extremadamente alta. Pero el cerebro generaliza, confundiendo la segunda con la primera: “todos los jóvenes son asesinos”. Si el ejemplo parece muy extremo, basta con mirar datos reales. Mientras que la probabilidad de que un terrorista sea musulmán es 95.3%, la probabilidad de que un musulmán sea terrorista es de 0.0007%. Para el cerebro sin embargo la generalización es “todo musulmán es terrorista”.

Los errores de generalización además de ser injustos pueden costar caro. A nivel individual se traducen en discriminación de individuos pertenecientes a grupos raciales o socioeconómicos. A nivel empresarial pueden llevar acabar negocios enteros. A nivel de política pública pueden llevar a destruir arreglos institucionales importantes.

Aunque suene obvio, la forma de combatir la generalización es la individualización. En el mundo actual donde la información es cada vez mayor y de mejor calidad, es perfectamente posible identificar los buenos, los regulares y los malos. Identificar con nombre propio las manzanas podridas puede preservar reputaciones, evitar discriminaciones y rescatar arreglos institucionales, importantes avances hacia una sociedad mejor. 

domingo, 7 de septiembre de 2014

Droguerías y farmaceutas

(El Mundo, Septiembre 11 2014)

Bien parece que lo que define un barrio en Colombia son: la tienda, la panadería, y la droguería. Pero, como dice la canción infantil “una de estas cosas no es como las otras, es diferente de todas las demás”. ¿Adivina cuál? Por supuesto es la droguería. A diferencia de los bienes de venta masiva, el consumo de medicinas debe ser supervisado por un profesional independiente. La razón más evidente tiene que ver con la dosis y con los efectos adversos. En efecto, una medicina en una dosis baja no hace efecto y en una dosis alta puede traer riesgos para la salud.

La razón menos evidente tiene que ver con la interacción de una medicina con otra. Hay medicinas que tomadas con otras medicinas pueden tener consecuencias no deseables, una es diluir el efecto esperado, la otra es aumentar los efectos adversos sobre el cuerpo. Es por esta razón que las medicinas de venta al público se dividen en dos grandes grupos, las que presentan muy bajos riesgos y pueden venderse sin formula médica; y las que presentan riesgos y por ende deben ser supervisadas por un profesional de la salud y vendidas de manera controlada. Qué medicina cae en qué categoría es decisión de una entidad gubernamental.

En el mundo desarrollado, existe una estricta regulación a la venta de medicamentos del segundo grupo. En los Estados Unidos, por ley, en cada droguería debe haber un profesional en farmacia, cuya formación en aulas de educación superior es de ocho años en promedio. De hecho el título de farmaceuta es un grado académico de doctorado. Estos profesionales estudian química, física, biología, anatomía y fisiología. Adicionalmente, deben rotar, a la misma manera de los médicos, por diferentes hospitales y laboratorios farmacéuticos. Es por esta razón que en ese país no hay una droguería en cada barrio. Para el ciudadano de a pie, esto garantiza más información en el punto de dispensación y más barreras de seguridad, pues son dos profesionales (el médico tratante y el farmaceuta) los que deben estudiar la interacción de las medicinas y discutirla con el paciente. Dos datos más: los farmaceutas no pueden formular, y pueden ser severamente castigados por un mínimo error.

En nada se parece este escenario al colombiano, donde no solo reina la informalidad en el punto de venta sino la desinformación y la sed de ganancias. El señor de la droguería de la esquina, como cualquier dueño de tienda de barrio, vestido con su bata blanca tiene un claro incentivo económico a vender y mover producto.

Durante muchos años el mundo de las medicinas y las droguerías ha estado desregulado en el país, y ni hablar de los productos y pseudo productos naturistas. La verdad, no hemos cuantificado el efecto en salud pública e individual de esta medicalización innecesaria gracias a la droguería del barrio. Urge una mirada con lupa y una más estricta regulación a este que si merece ser llamado “el negocio de la salud”.